sábado, 25 de agosto de 2012

Solo en el eco

En los linderos de Osaka, en los albores de la primer mañana de primavera de la segunda mitad del primer siglo, Kiyoaki camina enre la densa y espesa nieve que a medida que avanza le va robando sensibilidad a sus pies.
Mientras camina entre la increíblemente blanca nieve de primavera va percibiendo a su paso reflejos de la reciente destrucción; vehículos abandonados, casas desiertas, aparatos sepultados, pantallas transparentes, cables tirados, materiales para construcción, incluso a lo lejos, a su izquierda, está seguro de que advierte  las extremidades plateadas congeladas por el frío de uno de esos híbridos animales androides que tanto furor ocasionaron la Navidad pasada,  Kiyoaki está casi seguro de que hay un macabro orden en todo este caos gélido matinal, imagina que antes de que él pisara este remedo de bosque alguien (o algunos) acomodaron cada uno de los escombros y objetos inservibles enterrándolos en el lugar específico que les correspondía, como se ordenan todos los elementos de una escenografía antes de que inicie la obra.
No había sido la primera tormenta magnética solar pero si la más furibunda de la que se tuviera memoria, prácticamente toda la tecnología había fenecido sumisamente al enojo de su majestad solar. El asistente personal Mashimi-Y de quinta generación que orbitaba sobre su hombro derecho funcionaba a la perfección pues había sido activado después de la tormenta solar. Inmediatamente después de la tragedia magnética una masa invernal comenzó a tragarse Japón, avanzaba con premura, como si tuviera la encomienda de convertir a la isla principal en un cadáver helado lo más rápido posible. Los habitantes huyeron despavoridos al sur, los vientos voltearon las plásticas viviendas vaciando su interior como un niño vacía la caja de sus juguetes sólo para ver que hay al fondo.
Lo último que supo de Satoko es que ya había podido llegar a Kyoto hace dos días por lo que tenía la esperanza de que pudiera haber alcanzado refugio en Osaka, según el Mashimi, Kyoto había colapsado hasta los -19 grados centígrados en la madrugada de ayer. La situación era crítica.
Para olvidarse de que no recordaba a partir de qué momento ya no sentía sus pies se deleitaba en el bello rostro de Satoko, siempre era una incógnita, se preguntaba cómo sería su cabello cuando la viera ¿Sería ese largo y profundamente oscuro lago de cabellos negros sin ningún aditamento como se solía portar a finales del siglo pasado o portaría ese capucha hasta el hombro de cabellos dorados impregnada al azar de hilos plateados que sonaban como cascabeles cuando ella reía y agitaba la cabeza graciosamente? No lo sabía y le era bueno no saberlo pues eso mantenía su espíritu distraído; distraído del hecho de que cada vez que tosía y cubría su mano con la parte inferior de su codo como de costumbre éste se llenaba de flemas con sangre que limpiaba con la otra mano y restregaba en la nieve, distraído de que cada 3 minutos el Mashimi le alertaba de los anormales 40 grados centígrados de su temperatura corporal, antes de la tormenta hubiera mandado con éxito un mensaje a la estación médica más cercana y de ésta saldría una ambulancia que le recogería y atendería, pero ahora con el espectro electromagnético dañado y la estación médica a cientos de kilómetros sólo se limitaba a advertir a su amo de la gravedad de su condición sin obtener respuesta. Kiyoaki no portaba ropas suficientemente abrigadoras pues después de haber salido de Shiso hacia Kyoto a mitad del camino se enteró de que Kyoto había caído por lo que el refugio urbano más cercano (para él y se podría decir que también para Satoko) era Osaka,  así que intercambió su abrigo con un compatriota de Kyoto por una minivespa que falló a 35 kilómetros de Osaka según estimaciones del Mashimi; su esperanza era que Satoko hubiera logrado llegar hasta ahí. En eso radicaban todas sus esperanzas.
Realmente en ese hecho improbable se agrupaban todas sus esperanzas, improbable porque Satoko iba sola y con pocos créditos en su cuenta e improbable también porque realmente no sabía si Satoko querría estar ahí, de hecho era más probable que estuviera en Nara treinta y tres kilómetros al este de Osaka, ¿Por qué en Nara? Porque vivió gran parte de su infancia ahí y le encantaban la multitud de templos en ella pero era más probable que fuera porque Kiyoaki le había pedido que se fuera a Osaka, y estando prácticamente a la misma distancia Nara y Osaka de Kyoto es probable que se hubiera refugiado en la mística Nara para evitar que Kiyoaki la encontrara en Osaka porque ¿Quién querría verse con un hombre furibundo que en pleno acto de desconfianza descarga una plétora de palabras altisonantes por un acto que ni siquiera existió mas que en la malsana y celosa imaginación de él? Kiyoaki sabía todoesto pero prefería distraerse imaginando como sería el cabello de Satoko cuando la viera.
Estaba ya entrando a la ciudad.  A lo lejos, totalmente cubierto bajo el imponente y terrorífico manto blanco, el alargado, benévolo y otrora siempre verde monte Ikoma se perfilaba frente a él como una frontera inalcanzable, atrás de él se encontraba Nara.
Conforme iba avanzando sus sentidos iban mengüando, alternaba la vista entre uno y otro ojo pues las pasivas lágrimas no dejaban de brotar y nublarle la visión, el interior de su nariz estaba al rojo vivo lacerada por tantos embates de aire frío, respirar se había vuelto una dolorosa necesidad.
Ni siquiera pensaba en qué le diría cuando la viera, pues sus esperanzas eran sólo verla, verla y después ... quien sabe. Solo necesitaba verla para impregnar su vista con su imagen. ¿Cual sería el marco de esa imagen? ¿Negro imponente o Rubio dorado?
Distraído pisa una rama seca y su propio peso es suficiente para romperla, el crujido se repite varias veces despintándose gradualmente conforme avanza por el aire. Kiyoaki cree que el crujido es tan fuerte que el sonido viaja hasta el muro del monte Ikoma y éste como en reverencia le devuelve el sonido debilitado. Kiyoaki tiembla y deja de razonar.
Aunque lleva otro trozo de rama en su brazo para usarlo como bastón se olvida del mismo y cae de rodillas sobre la nieve, estira el brazo de la rama e intenta apoyarse pero al estirar la rama hacia el piso impacta contra un objeto metálico cuyo sonido estruendoso vuelve a producir eco. Esta vez el sonido viaja hasta el guardián Ikoma como una petición de un visitante para poder entrevistarse con la Abadesa, el guardián responde en voz más baja: "no". Con lo poco de cerebro que le queda a Kiyoaki sabe bien que si no la encuentra en Osaka caminará hasta Nara porque también sabe con certeza que ahí está, en este momento Kiyoaki lo sabe todo.
Intenta levantarse pero de nuevo cae, esta vez de costado y queda tendido sobre el lecho nevoso que en cuanto detecta el cuerpo ardiente de Kiyoaki sobre de sí se lanza sobre él a devorarlo con mordidas de frío, sobre él diminutos copos de nieve aterrizan sobre su fébril y blanca piel derritiéndose casi al contacto pero dejando su picadura para luego morir como kamikazes abejas de hielo. Cierra por un instante los ojos lagrimosos y de repente, ocurre; desde el suelo y a pesar de su vista ya nublada percibe una silueta acercándose casi flotando con cabellos de oro, brillantes como el sol que se supone está detrás de las gruesas nubes blancas y grises como escondiéndose avergonzado. Era Satoko que se veía al menos cinco años más joven, como de quince, venía caminando con las manos juntas juntas sobre su regazo con un vestido blanco casi transparente, sin mangas, de primavera. En su cara había una expresión de asombro y duda como quien no sabe qué es lo que tiene enfrente, pero pronto cambia y se dibuja una sonrisa del tamaño del mundo y grita "¡Kiyo!"
Kiyoaki grita el nombre de su querida y el sonido de su voz sale de su interior y corre hacia ella sobre el viento apenas un poco más rápido que el mismo Kiyoaki, le toma la delantera, llega hasta la primaveral y radiante Satoko, la atraviesa y la desvanece, sigue viajando impávido, llega hasta la meta, le ofrece una referencia al guardián quien le confiesa un mensaje para su dueño, regresa apresurado para comunicárselo, se encuentra al Mashimi flotando solo gritando desesperado y encendido en rojo, se da cuenta que su dueño no está y que pronto él también morirá solo en el eco.

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