Satoko creyó escuchar su nombre fatalmente pronunciado. La
bella y morena Satoko envuelta en una felpuda y larga cortina arrancada de una
casa habitación vacía hace 5 kilómetros creyó percibir en sus frágiles y
tiernos oídos cada una de las letras que conforman su nombre. Estaba casi
segura de que sobre las gélidas ondas blancas invernales viajó moribundo su
nombre ilustre. Pero con ese terrible dolor de cabeza causado por su prolongado
insomnio no pudo discernir si en verdad fueron reales aquellos sonidos. Hubiera
sido más fácil haberlos visto.
Pobre Satoko, por intentar dormitar un poco se alejó del
grupo de viajeros que se dirigían hacia el sur y quedó sola en el camino hacia
Nara. En verdad era difícil ser Satoko en ese momento, desde hace poco más de dos
días se ha visto envuelta en un peregrinaje apocalíptico hacia alguna clase de
esperanza difusa. No podía dormir pues tenía que viajar tanto de día como de
noche porque así lo había dispuesto el grupo de sobrevivientes a los que se
alió en Kyoto.
Pero entre pasos y pasos uniformes, constantes, aburridos y
desgastantes su consciencia entraba en modo automático y su irracionalidad
afloraba. Desde hace casi tres días una parte de su mente trata neciamente de
concluir el sueño que inició. Sueño dudoso y confuso que consistía más en
destellos fónicos que epifanías visuales como la mayoría de los sueños, cuando
el cerebro de Satoko se escapaba de su cráneo para tomar aire fresco sufría una
deliciosa sinestesia armónica, sinfónica y colorida.
Creía ver el aire y distinguir los diferentes colores de los
sonidos que por lo regular sólo escuchamos pero no vemos. Cuando usaba esta
visión metafísica, el cielo diurno aparentemente blanco por las nubes
apelmazadas allá arriba que reflejaban la palidez total de la nevada extrema
que cubría más de medio Japón se veía completamente oscuro, como si mirara el
negativo de las cosas.
Pero no sólo era ese el cambio extraño que percibía la
blanquísima Satoko, como ya se mencionó veía las ondas del aire, podía observar
con esos finísimos y delicados ojos suyos que el aire que sentimos está en
realidad conformado por ondas vectoriales de trayectoria espiraloide, que el
viento en realidad está formado de multitud de hebras que se enredan y se encuentran
y chocan contra las cosas. Las había de diferentes tonalidades pero la mayoría
era de una tonalidad rosada purpúrea extremadamente brillante y hermosa que en
contraste con el cielo y suelo oscuros generaban una contradicción cromática
elegantísima. Ella veía el viento.
Pero no sólo eso sino que a lo largo de estos días había
aprendido a diferenciar los diversos tipos de vientos según la saturación de
color de las ondas. Satoko había identificado por ejemplo al viento débil, que es aquel que es muy
pálido, casi gris cuya capacidad no pasa de hacer temblar unas cuantas hojas,
al viento invernal que se alimentaba
del calor de las personas y cuyas hebras eran más gruesas y de tonos
violentamente violáceos, el viento dragón
que era el más grueso de todos, de un púrpura muy intenso y era el que volteaba
casas y movía escombros según su caótica voluntad, y por último estaba el por
ella llamado viento divino, fue el
último que pudo identificar y nombrar
según sus designios. Así era Satoko que tomaba como natural el derecho de
bautizar a los vientos.
El viento divino
(llamado así en remembranza de aquel cómic tan famoso del lustro pasado sobre
aquellos antiguos samuráis locos e insurrectos)
de principio podía confundirse fácilmente con el viento débil pues su color es muy pálido y grisáceo pero al
observarlo fijamente se puede apreciar cómo conforme avanza sobre el espacio se
va engrosando y su color se va tornando plateado brillante, pero a pesar
de que puede llegar a ser casi tan
grueso como el viento dragón este viento
tiene la particularidad de no poder mover ni siquiera un ápice a la más débil y
pequeña de las hojas pues este viento transporta sonidos, sonidos visibles en
forma de palabras que se dibujaban sobre las ondas plateadas conforme éstas se
van desenvolviendo, era importantísimo tener la vista fija sobre estas ondas
pues conforme se mantenía la vista fija éstas iba engrosándose, tiñéndose del
glorioso plateado de las katanas de antaño, apareciéndose sobre ellas líneas,
líneas que formaban ideogramas, ideogramas que se unían para armar palabras, y
así montando múltiples ondas, las palabras cabalgaban hasta que como caballos
desbocados se apelmazaban sobre un punto de fuga distante en el horizonte y formaban
frases, y si se les seguía observando con vista inmóvil parecía que las frases
dibujaban siluetas pero la más leve de las distracciones era suficiente para
interrumpir el místico concierto y destruir todo para volver a ver cielos
grises y suelos nevados.
Satoko intentaba vivir entre la desdicha de seguir huyendo
hacia el sur para alcanzar la supervivencia o el inexplicable deleite de ver
palabras cabalgando como caballos desbocados sobre el viento divino.
Cuando caminaba semiconsciente, intentaba que una parte de
su cerebro dirigiera sus pasos y que la otra parte tratara de recordar las
palabras y frases que creía haber visto:
Pero es que yo nunca __ _____ herir\Yo siempre _____ protegerte\Ahora
_____ distante, _____ lejos, yo ____ y tú allá\Veo ___ me alejas, veo que te
_____ y lloro\Hablas, __________ y pruebas ___ ___ te fallé\Y te vas _____\ Muy
lejos\ ______ de mí\Yo soy como __\Sufro de la_____ ______ que tú\Lloro _____
___ tú\Pero esta ___ ____ la última ___\Moriré ___ ti ___ última vez\ Y será ____
tuya__ última _______
La última vez que pudo aguantar con la fija vista hasta que
ambos ojos se le llenaron de lágrimas por el esfuerzo visual creyó distinguir
que todas estas frases entrecortadas formaban a pedazos la silueta de un joven
varón vestido a la usanza del siglo antepasado. Por supuesto que ese joven era
Kiyoaki.
Kiyoaki, ese joven imperfecto que seguramente Satoko
conocería mejor que nadie, ese chico que la última vez le gritó en un arranque
de celos enfermizos, ese chico que la había dejado plantada en el retroteatro
no una sino dos veces, ese tipo del que se avergonzaba ante sus amigos por la
extravagante manía de usar kimono como hace casi doscientos años, ese mismo al
que le propinaba el castigo extremo dirigiéndose hacia Nara en vez de Osaka
cuando las distancias hacia las dos ciudades eran casi iguales y cuando le
había pedido, rogado, explícitamente que se dirigiera a Osaka. Ese muchacho
dueño de su corazón aun cuando se
engañaba a sí misma diciéndose que jugaba con él porque se lo merecía. ¿Por qué
era así? Sí, es cierto, Kiyo era estrafalario, impulsivo y hasta quizá anticuado,
pero ella acaso no era poseedora de una no menos extensa lista de vicios que en
conjunto con sus múltiples y bellas
virtudes conformaban la perfección a los ojos de Kiyoaki?
Ella sabía que un sentimiento tan profundo y devoto como el
de Kiyoaki no lo encontraría jamás en ningún otro talento, no lo encontraría
porque “no existe afecto tal para mí” engañábase Satoko. Ella sabía que aun
estando en Nara él avanzaría los 33 kilómetros sólo por verla, incluso ella
sabe que él sólo se conformaría con verla, ella sabe que podría perder la vida sólo
por verla, vivir en estos tiempos era un lujo cada vez menos frecuente y sabía
que Kiyoaki no dudaría en intercambiarlo por un lujo mayor como consideraba la
belleza de su mirada. Ella sabía que probablemente Kiyo sería el único ser
viviente que se interesaría tanto por hallarla. Satoko lo sabía todo.
De repente se cansó de saber tanto, de usar tanto ese lado
del cerebro casi hasta el punto del desgaste y advirtiendo un viejo y hermoso
ciruelo seco se postró sobre su incólume tronco y en pocos parpadeos entró en
esa visión alternativa de cielos negros y ondas púrpuras. Desde el extremo
opuesto al horizonte se escuchó un choque de espadas y Satoko al voltear pudo
ver cómo al blandirse partieron el viento haciéndolo sangrar destellos
violáceos, que atravesaron temerosos todo el cielo oscuro. Pudo ver nítidamente
los sonidos agudos qué producían. Detrás de éstos cabalgaban hebras de viento divino, volaban hacia el este, provenían
de las faldas del monte Ikoma y Satoko veía también a lo lejos, al pie del gran
guardián Ikoma, una silueta, una silueta
que se parecía a ella, era como su reflejo, se veía más joven y con los
cabellos de oro "me cambiaré el cabello para cuando me vea" dijo para
sí Satoko la bella. Y atravesando su silueta, con dirección al horizonte veía
las palabras cabalgar el viento: perdón, amor, reconciliación, llenura,
superar, perdonar, empezar, soñar,
obviar, aceptar, comenzar… los verbos brillaban tanto que lastimaban su vista,
y así las palabras que provenían del oeste pasaban frente a sus ojos y ella las
seguía emocionada con rumbo al horizonte. ¿Pero acaso Satoko no sabía que
perseguía sólo una ilusión alejándose cada vez más de la fuente primigenia,
real y original? Sí, como lo dijimos Satoko era la reina en ese entonces, lo
sabía todo, pero se decía a sí misma que estaba soñando.
Y debajo del ciruelo disecado, sobre la fastuosa alfombra
blanca yace la princesa núbil y graciosa como ninguna que es Satoko.
Y Satoko sueña que sueña aunque por ahora sólo duerme y se
aleja, está casi por perderse cuando reacciona y voltea hacia el oeste y lo ve,
ve como Kiyoaki, su Kiyoaki, valiente y gallardo salta sobre las hebras de viento
divino para avanzar más rápido, ve cómo va avanzando rebanando enemigos a su
paso con su brillante espada de luz,
llegando hacia ella que se ve casi transparente. Y Satoko piensa “Creo
que esta será mi última sonrisa. Te mentí y me mentí a mí misma. ¿Quién me
creí? ¿Cómo fue que me creí capaz de hacer el sacrificio de soportar mis
propias mentiras? Le mentí, te mentí y me mentí. ¿Por qué lo hice así?” Pero al
ver a Kiyoaki tan cerca todo lo olvida y al escucharlo pronunciar su nombre su
corazón se inflama, Satoko ve y escucha su propio nombre y se da cuenta por
primera vez de lo hermosa que es y
quiere pintar con su voz el nombre de Kiyoaki, quiere pronunciarlo como nunca
nadie lo ha pronunciado en agradecimiento, quiere que su valiente nombre cabalgue
sobre el viento divino pero al
despegar sus hermosos labios sólo el silencio de la nada sale de ellos.
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