jueves, 18 de julio de 2013

Beauty in Japan

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*-_-* Beauty in Japan*-_-*
-Y de seguro si lograra permanecer despierta hasta la hora del amanecer el sol se escondería a propósito y nunca amanecería sólo porque soy yo la que quiere ver el amanecer- Se decía para sí misma mientras se desmaquillaba frente al espejo.
Ver el amanecer en el país del sol naciente era uno de sus objetivos en la lista no escrita de “Cosas por hacer cuando vaya a Japón”. La lista cambiaba constantemente; uno de sus objetivos era caminar sobre las laderas del monte Fuji hasta llegar hasta su nevada cima y tomarse una foto ahí, pero cuando supo que tenía que caminar ocho horas seguidas para lograrlo, desistió.
“Japón es un lugar perfecto para perderse. La gente aquí es tan amable y aunque no te entienden ni tú a ellos nunca dejan de sonreírte. ¡Es el lugar más extraño del mundo! Muchas mujeres se ven operadas. La tele a veces da miedo ¿Qué clase de hombre viste franela en el trabajo? Por favor ¡En qué rayos estaba pensando! Mañana me compraré esos zapatos que hacen juego con mi abrigo. Qué bueno que cambié mi número de teléfono. La comida es carísima” Esos son los pensamientos que se tienen cuando una intenta huir de sus errores.
Tenía más de siete años que no tomaba unas vacaciones tan largas y toda una vida desde que se iba de viaje sola. Ahora que se dedicaba a recorrer las calles de Tokio atiborrada de cajas, bolsas y demás evidencias de gasto compulsivo por conflictos emocionales y de no haber tenido ningún problema económico por varios años no se había dado cuenta de que realmente no se conocía del todo. Conforme el sol dorado del Japón recorría el cielo alargando las sombras de los rascacielos el saldo disponible en sus tarjetas disminuía. Llevaba cuatro días de shopping enfermizo.
Ese día llevaba un largo y ligero abrigo caqui, sobre su cuello una mascada multicolor con detalles brillantes y gafas enormes y oscuras que contrastaban con su cristalino cabello apresado en un sofisticado peinado.
No era necesario que se mirara en el espejo para recordar su anatomía pues como toda mujer, memorizaba a la perfección sus imperfecciones físicas; decía que su cuello era muy corto, sus cejas muy tupidas, sus orejas muy grandes e inclinadas y sus mejillas demasiado abultadas.
Todo mundo le había dicho que ir a Japón era como viajar al futuro y era cierto; la tecnología era avanzada a niveles ridículos pero no siempre y no en todos lados. En cierto barrio que descubrió por error el segundo día de su estancia que se perdió y a una de esas horas en las que el sol baña todo con sus rayos oblicuos y amarillentos (y uno se da cuenta porqué la bandera de Japón sólo contiene al sol) entró en un establecimiento de tallarines donde las mesas eran de madera y tenían un montón de antiquísimos huecos rellenos de polvo.  El señor que atendía se veía un poco más viejo que las mesas y llevaba una deslavada banda blanca sobre su frente. Ella sentía que de alguna manera increíble había  retrocedido al pasado y por un instante se alegró con la idea de tener menos años, más belleza, menos remordimientos y más oportunidades.
Esta experiencia sobrenatural de viajes en el tiempo, se daba sólo bajo condiciones, lugares, horarios y personas especiales que hayan cometido errores especiales. Como ella.
Seguía saliendo y acumulando cosas. Como un animal que va y busca comida y la almacena en su madriguera para después comerla o compartirla con sus crías. Sólo que ella no era un animal, no buscaba comida y no tenía a quien alimentar.
Faltaba un día para que cumpliera una semana en Japón y ese día se levantó después de mediodía como consecuencia de seis intentos fallidos de ver el amanecer nipón.  Exactamente a las 2 pm tenía frente a ella la ensalada más tierna de su vida  pues de alguna forma las empleadas japonesas del “Happy Salada” del centro comercial habían logrado una inquietante maestría en acomodar la lechuga, las rodajas de huevo, las aceitunas, el queso y los aderezos para formar a los personajes de Hello Kitty,  Badzt Maru y demás compinches de Sanrio. Después de mirar por varios minutos la ensalada por fin  fin se la comió (pero a Hello Kitty se la comió al final).
Caminó por todo el distrito comercial durante horas hasta que se perdió y llegó a un parque lejano que de tan lejano tenía un toque occidental pues ya no eran tan evidentes los anuncios de neón chillante, las estridentes cantaletas de japonesitas adolescentes en los altavoces, ni las excentricidades propias de la joven sociedad japonesa de inicios del siglo XXI.
Cuando la repentina lluvia nipona comenzó a caer sobre ese parque atravesando los oblicuos rayos del sol de las 5:47 de la tarde, inició una agitada y larga carrera, pero a pesar de conservar un leve porcentaje de la condición que tenía su yo de la preparatoria (cuando estaba en el club de atletismo) llevaba encima varias libras de más (tres cajas con zapatos adentro, dos bolsos demasiado aniñados para su edad y su profesión, cinco juguetes tradicionales del Japón que cada vez va existiendo menos, un traje original de Serena de Sailor Moon y la réplica a escala de Son Goku para sus dos sobrinitos) que complicaron su carrera por lo que cuando por fin se guareció bajo el toldo de franjas verdes y blancas de un pequeño establecimiento de rollos de canela estaba totalmente empapada de agua y sudor.
Decidió soltarse el pelo para que se secara más rápido, quitarse el abrigo mojado y la mascada, desabotonarse los botones de arriba de su blusa y arremangársela. Con el cielo ahora nublado las gafas oscuras habían perdido su propósito por lo que se las quitó también.
Ya que estaba frente a la vitrina de los azucarados postres echó un vistazo para ver si lograba antojársele algo y mientras miraba, debido a un encantador efecto de la óptica el cristal se convirtió en un espejo que le mostraba de modo claro la realidad que sucedía a sus espaldas;  realidad que mostraba como personaje principal al otro lado de la calle a un joven oriental de desordenados y brillantes cabellos negros, de sonrisa elegante y que por las pequeñas rendijas de sus ojos escurría una admiración muy sincera.
Ella lo acababa de ver pero realmente él la había estado viendo desde hacía rato, de entre las pocas personas que se encontraban por esa zona a esa hora y huían del baño involuntario vio la dorada cabellera que cargaba varias bolsas y quedó deslumbrado. Vio que corrió hasta el toldo de los rollos de canela (se preguntaba por qué no había entrado en la farmacia que estaba 20 yardas antes) y no le importó mojarse por unos instantes para caminar hasta la estación del metrobús que estaba justamente frente al toldo verdiblanco. Seguía sonriendo.
Y justo cuando reparó en su sonrisa y debido a un curioso capricho focal de sus ojos el cristal le devolvió la imagen de sí misma con el cabello de color castaño (ensombrecido por la fresca lluvia) y las mejillas sonrojadas por la agitación de la carrera. La lluvia había barrido todo su maquillaje y en su lugar había dejado redondos cristales de agua colocados estratégicamente sobre su rostro, veía sus grandes ojos verdes, su cintura aún ajustada y su vientre relativamente plano delatado por el borde de su blusa que dejaba ver unos centímetros de su blanca piel sobre el cinturón. Hasta ese día ella no se conocía. Hasta ese día no sabía que esa era ella.
Vio en el cristal cómo él hizo el ademán de cruzar la calle para llegar hasta ella pero justo en ese momento el tráfico se reanudó, el metrobús  se atravesó y cortó la visión entre los dos y ella aprovechó para huir de ahí quien sabe por qué.
En su departamento, después de un baño caliente y de la correspondiente dosis diaria de sushi, mariscos, vegetales al vapor y rarezas televisivas japonesas (comerciales obscenos, realitys humillantes y aburridísimas peleas de sumo) se recostó sobre su cama atestada de souvenirs y artículos que antes estaban en bolsas y cajas, colgó su cabeza por el filo de la cama y sus largos cabellos rubios sueltos y húmedos parecían tallarines. Miraba al techo y pensaba “Puede que mis mejillas no sean tan gordas después de todo. No debí comprarme esos zapatos. ¿Y qué tal si era coreano y se regresó hoy mismo? De seguro quería comprar un rollo, el de almendras. ¿Y si es un asesino maniático?” Después de darse cuenta de la ridiculez de todos sus argumentos pesimistas decidió que mañana más o menos entre 5 y 6 pm iría a comprarse ese rollo que había visto a través de la vitrina y que tenía almendras encima. Imaginó lo curioso que sería que en algún departamento del centro de Tokio hubiera un joven con cara de coreano y de sonrisa elegante que hubiera tomado la misma decisión que ella.
Y aunque aquella noche intentó ayudarse con las luces tokiotas que entraban a chorros con la complicidad de las cortinas abiertas del alto cuarto de hotel, la tele prendida, su iPod y sobre todo de su recién comprado diario (que venía con una pluma también de Hello Kitty) terminó rendida ante el sueño justo catorce minutos antes de que el majestuoso sol naciente del Japón sonriera sobre el horizonte llenando su cuarto de luz; sus ojos estaban velados pero detrás de ellos, en su interior, veía su propio amanecer.


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