Click a la imagen para leer
*-_-*
Beauty in Japan*-_-*
-Y de seguro si lograra permanecer
despierta hasta la hora del amanecer el sol se escondería a propósito y nunca
amanecería sólo porque soy yo la que quiere ver el amanecer- Se decía para sí
misma mientras se desmaquillaba frente al espejo.
Ver el amanecer en el país del sol naciente
era uno de sus objetivos en la lista no escrita de “Cosas por hacer cuando vaya
a Japón”. La lista cambiaba constantemente; uno de sus objetivos era caminar
sobre las laderas del monte Fuji hasta llegar hasta su nevada cima y tomarse
una foto ahí, pero cuando supo que tenía que caminar ocho horas seguidas para
lograrlo, desistió.
“Japón es un lugar perfecto para
perderse. La gente aquí es tan amable y aunque no te entienden ni tú a ellos
nunca dejan de sonreírte. ¡Es el lugar más extraño del mundo! Muchas mujeres se
ven operadas. La tele a veces da miedo ¿Qué clase de hombre viste franela en el
trabajo? Por favor ¡En qué rayos estaba pensando! Mañana me compraré esos
zapatos que hacen juego con mi abrigo. Qué bueno que cambié mi número de teléfono.
La comida es carísima” Esos son los pensamientos que se tienen cuando una intenta
huir de sus errores.
Tenía más de siete años que no tomaba
unas vacaciones tan largas y toda una vida desde que se iba de viaje sola.
Ahora que se dedicaba a recorrer las calles de Tokio atiborrada de cajas,
bolsas y demás evidencias de gasto compulsivo por conflictos emocionales y de
no haber tenido ningún problema económico por varios años no se había dado
cuenta de que realmente no se conocía del todo. Conforme el sol dorado del
Japón recorría el cielo alargando las sombras de los rascacielos el saldo
disponible en sus tarjetas disminuía. Llevaba cuatro días de shopping
enfermizo.
Ese día llevaba un largo y ligero
abrigo caqui, sobre su cuello una mascada multicolor con detalles brillantes y
gafas enormes y oscuras que contrastaban con su cristalino cabello apresado en
un sofisticado peinado.
No era necesario que se mirara en el
espejo para recordar su anatomía pues como toda mujer, memorizaba a la
perfección sus imperfecciones físicas; decía que su cuello era muy corto, sus
cejas muy tupidas, sus orejas muy grandes e inclinadas y sus mejillas demasiado
abultadas.
Todo mundo le había dicho que ir a
Japón era como viajar al futuro y era cierto; la tecnología era avanzada a
niveles ridículos pero no siempre y no en todos lados. En cierto barrio que
descubrió por error el segundo día de su estancia que se perdió y a una de esas
horas en las que el sol baña todo con sus rayos oblicuos y amarillentos (y uno
se da cuenta porqué la bandera de Japón sólo contiene al sol) entró en un
establecimiento de tallarines donde las mesas eran de madera y tenían un montón
de antiquísimos huecos rellenos de polvo.
El señor que atendía se veía un poco más viejo que las mesas y llevaba
una deslavada banda blanca sobre su frente. Ella sentía que de alguna manera increíble
había retrocedido al pasado y por un
instante se alegró con la idea de tener menos años, más belleza, menos
remordimientos y más oportunidades.
Esta experiencia sobrenatural de
viajes en el tiempo, se daba sólo bajo condiciones, lugares, horarios y
personas especiales que hayan cometido errores especiales. Como ella.
Seguía saliendo y acumulando cosas.
Como un animal que va y busca comida y la almacena en su madriguera para
después comerla o compartirla con sus crías. Sólo que ella no era un animal, no
buscaba comida y no tenía a quien alimentar.
Faltaba un día para que cumpliera una
semana en Japón y ese día se levantó después de mediodía como consecuencia de
seis intentos fallidos de ver el amanecer nipón. Exactamente a las 2 pm tenía frente a ella la
ensalada más tierna de su vida pues de
alguna forma las empleadas japonesas del “Happy Salada” del centro comercial habían
logrado una inquietante maestría en acomodar la lechuga, las rodajas de huevo,
las aceitunas, el queso y los aderezos para formar a los personajes de Hello
Kitty, Badzt Maru y demás compinches de
Sanrio. Después de mirar por varios minutos la ensalada por fin fin se la comió (pero a Hello Kitty se la
comió al final).
Caminó por todo el distrito comercial
durante horas hasta que se perdió y llegó a un parque lejano que de tan lejano
tenía un toque occidental pues ya no eran tan evidentes los anuncios de neón
chillante, las estridentes cantaletas de japonesitas adolescentes en los
altavoces, ni las excentricidades propias de la joven sociedad japonesa de
inicios del siglo XXI.
Cuando la repentina lluvia nipona
comenzó a caer sobre ese parque atravesando los oblicuos rayos del sol de las
5:47 de la tarde, inició una agitada y larga carrera, pero a pesar de conservar
un leve porcentaje de la condición que tenía su yo de la preparatoria (cuando
estaba en el club de atletismo) llevaba encima varias libras de más (tres cajas
con zapatos adentro, dos bolsos demasiado aniñados para su edad y su profesión,
cinco juguetes tradicionales del Japón que cada vez va existiendo menos, un
traje original de Serena de Sailor Moon y la réplica a escala de Son Goku para
sus dos sobrinitos) que complicaron su carrera por lo que cuando por fin se
guareció bajo el toldo de franjas verdes y blancas de un pequeño
establecimiento de rollos de canela estaba totalmente empapada de agua y sudor.
Decidió soltarse el pelo para que se
secara más rápido, quitarse el abrigo mojado y la mascada, desabotonarse los
botones de arriba de su blusa y arremangársela. Con el cielo ahora nublado las
gafas oscuras habían perdido su propósito por lo que se las quitó también.
Ya que estaba frente a la vitrina de
los azucarados postres echó un vistazo para ver si lograba antojársele algo y mientras
miraba, debido a un encantador efecto de la óptica el cristal se convirtió en
un espejo que le mostraba de modo claro la realidad que sucedía a sus
espaldas; realidad que mostraba como
personaje principal al otro lado de la calle a un joven oriental de
desordenados y brillantes cabellos negros, de sonrisa elegante y que por las
pequeñas rendijas de sus ojos escurría una admiración muy sincera.
Ella lo acababa de ver pero realmente
él la había estado viendo desde hacía rato, de entre las pocas personas que se
encontraban por esa zona a esa hora y huían del baño involuntario vio la dorada
cabellera que cargaba varias bolsas y quedó deslumbrado. Vio que corrió hasta
el toldo de los rollos de canela (se preguntaba por qué no había entrado en la
farmacia que estaba 20 yardas antes) y no le importó mojarse por unos instantes
para caminar hasta la estación del metrobús que estaba justamente frente al
toldo verdiblanco. Seguía sonriendo.
Y justo cuando reparó en su sonrisa y
debido a un curioso capricho focal de sus ojos el cristal le devolvió la imagen
de sí misma con el cabello de color castaño (ensombrecido por la fresca lluvia)
y las mejillas sonrojadas por la agitación de la carrera. La lluvia había
barrido todo su maquillaje y en su lugar había dejado redondos cristales de
agua colocados estratégicamente sobre su rostro, veía sus grandes ojos verdes,
su cintura aún ajustada y su vientre relativamente plano delatado por el borde
de su blusa que dejaba ver unos centímetros de su blanca piel sobre el
cinturón. Hasta ese día ella no se conocía. Hasta ese día no sabía que esa era ella.
Vio en el cristal cómo él hizo el
ademán de cruzar la calle para llegar hasta ella pero justo en ese momento el
tráfico se reanudó, el metrobús se
atravesó y cortó la visión entre los dos y ella aprovechó para huir de ahí
quien sabe por qué.
En su departamento, después de un
baño caliente y de la correspondiente dosis diaria de sushi, mariscos,
vegetales al vapor y rarezas televisivas japonesas (comerciales obscenos,
realitys humillantes y aburridísimas peleas de sumo) se recostó sobre su cama
atestada de souvenirs y artículos que antes estaban en bolsas y cajas, colgó su
cabeza por el filo de la cama y sus largos cabellos rubios sueltos y húmedos
parecían tallarines. Miraba al techo y pensaba “Puede que mis mejillas no sean
tan gordas después de todo. No debí comprarme esos zapatos. ¿Y qué tal si era
coreano y se regresó hoy mismo? De seguro quería comprar un rollo, el de
almendras. ¿Y si es un asesino maniático?” Después de darse cuenta de la
ridiculez de todos sus argumentos pesimistas decidió que mañana más o menos
entre 5 y 6 pm iría a comprarse ese rollo que había visto a través de la
vitrina y que tenía almendras encima. Imaginó lo curioso que sería que en algún
departamento del centro de Tokio hubiera un joven con cara de coreano y de
sonrisa elegante que hubiera tomado la misma decisión que ella.
Y aunque aquella noche intentó
ayudarse con las luces tokiotas que entraban a chorros con la complicidad de
las cortinas abiertas del alto cuarto de hotel, la tele prendida, su iPod y
sobre todo de su recién comprado diario (que venía con una pluma también de Hello
Kitty) terminó rendida ante el sueño justo catorce minutos antes de que el majestuoso
sol naciente del Japón sonriera sobre el horizonte llenando su cuarto de luz;
sus ojos estaban velados pero detrás de ellos, en su interior, veía su propio
amanecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario