Un vestido. Un vestido de colores danzantes, de tonalidades alegres y
brillantes que dormido, colgado en su ropero, sueña.
Sueña con un día soleado en el que el sol decidió mandar más
luz que calor. Sueña con un pasto que se alinea porque quiere parecer alfombra.
Con unas palmeras que mueven sus hojas para arrullarse solas. Unos arbustos que
se asoman curiosos hasta el borde de la acera. Una banqueta lisa y barrida. La
comitiva toda junta, alegre y expectante.
El vestido sabe que son sus colores vibrantes, su tela
delicada y suave y su corte justo y elegante lo que todos esperan en ese jardín
distante.
El vestido desfila bajo la sombra de los árboles. Avanza
rozando sus pliegues y el rumor que produce se oye más lindo que el de las
hojas de las palmeras. El vestido avanza, vaporoso, triunfante. El sol desde
lejos le mira, se enamora y le obsequia sus rayos más brillantes. Los rayos
llegan y se desmayan incrédulos ante él y caen deslizándose sobre sus colores.
Las flores al verlo pasar toman nota de cómo ser rosas, cómo
ser blancas, cómo ser rojas; y el riachuelo mira y aprender cómo se debe ser
azul.
Y el vestido sueña que el mundo entero le contempla. El
vestido se descubre poderoso, hacedor de sonrisas, creador de ilusiones. Sueña
que antes de él no había nada bello y que con él se inaugura la era de los
sueños. Suena que se llena de miradas, se inunda de suspiros y se pierde en un
mar de elogios todos ellos verdaderos y bien merecidos.
El vestido sueña ingenuo que es todo eso. Y frente a él, de
delgados y largos cabellos danzantes, ojos alegres y brillantes y una media
sonrisa elegante su dueña le contempla. Con la mano derecha abierta sobre el
borde del ropero, justo al lado de su rostro. Es tan bella que sin ella el
vestido se afea, pero es tan buena que le contempla, sonríe y le deja seguir
soñando sin ella.
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